BREVE HISTORIA DE LA MAGIA


Si quisiéramos exponer de forma totalmente completa el argumento, no podría olvidarme de ninguna tradición religiosa, de ninguna crónica antigua ni de ninguna cultura puesto que todos los pueblos de la Tierra, en cualquier época, han practicado y estudiado la magia. Una historia de estas proporciones, sin embargo, es imposible de llevar a cabo en esta web.

Así pues, limitando esta breve crónica histórica a los momentos más sobresalientes de la tradición mágica universal, evitaré detenerme también en todas aquellas leyendas antiguas que consideran la magia como un don revelado de origen divino o demoníaco: ya que he preferido profundizar en este tema en la entrada de esta web «La relación entre magia y divinidad».

De la cultura egipcia a la cábala

El origen de la magia en cuanto tal es desconocida y, probablemente, imposible de conocer, ya que se pierde en el pasado más remoto. A pesar de que existen muchas teorías acerca de las prácticas mágicas de las sociedades primitivas, las primeras noticias que tenemos parecen apuntar que fueron los antiguos egipcios los primeros que transmitieron descripciones de rituales mágicos. De hecho, una de las recopilaciones más antiguas que ha llegado hasta nosotros es el Libro de los muertos.


Entre las gentes de este pueblo, las prácticas mágicas se reservaban exclusivamente a los faraones, a quienes se les consideraba como dioses vivientes, y se centraban sobre todo en el momento de su traspaso de la vida terrenal a la eterna.

El cuerpo del faraón se lavaba y se untaba con preciados aceites perfumados; del cadáver se extraían el corazón y las vísceras, que se conservaban en urnas especiales llamadas vasos canopes. A continuación el cuerpo sufría luego el proceso delicadísimo del embalsamamiento y se envolvía en largas y blancas capas de lino. Al lado de todo esto se colocaban las joyas y los ornamentos más apreciados por el muerto, además de comida y bebida para sustentarle en el traspaso.

Al lado del cuerpo se colocaban numerosos rollos de papiro sobre los que se habían anotado todas las acciones loables que el difunto había realizado en vida para que fuera juzgado de forma adecuada por los diversos dioses que tenían que acogerlo.

Se creía además que el difunto tenía que someterse a una especie de examen para poder alcanzar el reino superior; por ello se escribían en un papiro tanto las hipotéticas preguntas como las respuestas más adecuadas.

Todo esto iba seguido del indispensable acompañamiento de fórmulas y plegarias recitadas por los grandes sacerdotes.

Gradualmente, con el paso del tiempo, estos rituales se extendieron incluso entre los nobles y, finalmente, entre las personas corrientes que pudieran permitirse realizar los gastos tan onerosos que suponía la preparación de cada uno de los rituales.

Sin embargo, más allá de los rituales fúnebres encontramos una característica de la religión egipcia que me parece particularmente significativa: los dioses eran considerados falibles; podían ser halagados, chantajeados, corrompidos, amenazados e incluso dominados, al igual que los comunes mortales, por lo que era posible intentar conocer y realizar el encantamiento adecuado para tal fin. Lo esencial, para poder efectuar el encantamiento, era conocer el nombre verdadero y secreto del dios y saberlo pronunciar correctamente, con el ritmo adecuado.

Muchos aspectos de la magia egipcia pasaron a las civilizaciones y las tradiciones esotéricas posteriores, como, por ejemplo, el famoso círculo mágico —del que trataré con más detalle más adelante—, inventado precisamente por este pueblo.

Los principales canales de transmisión de la cultura mágica egipcia en el mundo occidental fueron:

— la escuela pitagórica griega, que estudiaba el significado mágico de los números. 

— la filosofía gnóstica, que nació en los siglos precedentes al nacimiento de Jesús y se difundió en los inmediatamente posteriores; sus seguidores estaban convencidos de que el hombre debía liberarse absolutamente de la propia materialidad y tenía que elevar al máximo el propio espíritu para alcanzar la salvación del alma; para obtener tal elevación se valían de particulares y secretas prácticas esotéricas.

— la cábala, es decir la tradición místico-esotérica hebraica.

Esta última merece una explicación mucho más detallada y profunda.

El primer objeto de estudio de la cábala es la comprensión mística de Dios y de la creación del universo. Desde este punto de vista se coloca en el mismo nivel que todas las tradiciones religiosas reveladas: habría sido transmitida, de hecho, por revelación del propio Dios a un grupo de ángeles, que a su vez la enseñaron a los primeros seres humanos (Adán, Abraham o Moisés, según las distintas versiones). Más allá de estos aspectos teológicos y cosmológicos, la tradición cabalística preveía también el uso de encantamientos para obligar a las entidades intermedias entre Dios y los hombres a obedecer los deseos del mago. Salomón habría utilizado estos medios para la construcción del gran templo de Jerusalén.

Según la tradición, este gran sabio y soberano habría sido el primero en poner por escrito los secretos de la cábala en la obra Clavicula Salomonis («Las clavículas de Salomón»), una obra de gran complejidad y hermetismo que si bien es cierto que muchos estudiosos la datan en torno al año 1400, no por ello ha dejado de ser uno de los textos fundamentales para adquirir el conocimiento mágico. A lo largo de sus páginas se describen las reglas de comportamiento que debe seguir el mago al pie de la letra, la indumentaria adecuada para cada práctica, los símbolos, los pentáculos y los sellos de los espíritus, los instrumentos del mago y la forma de fabricarlos además de dar una serie de indicaciones acerca de los tiempos que requieren las diferentes operaciones mágicas basándose siempre en el tránsito de los astros.

La cábala conoció su máximo desarrollo en la Edad Media, cuando los rabinos empezaron a transmitirla a los iniciados no hebreos. La iniciación es fundamental para la comprensión de la cábala que, precisamente por este motivo, recibe también el nombre de «sabiduría secreta».

De la cultura celta al Renacimiento

Otra antigua tradición que debe tenerse muy en cuenta es la de los celtas, los antiguos pueblos que en el siglo IV a. de C. se encontraban repartidos por un vasto territorio que iba desde Irlanda hasta buena parte de las tierras germanas.

La concepción del mundo que tenían estos pueblos era extremadamente mística: el mundo estaba rodeado por fuerzas misteriosas de extraordinario poder que la mayoría de los hombres desconocían y temían. Los dioses, dentro de ese cosmos tremendamente diverso y complejo, representaban la encarnación de esas fuerzas más cercana al hombre. Los celtas no poseían leyes divinas, ni escritas ni orales, y para entrar en contacto con las divinidades y conocer su voluntad se confiaban a rituales particulares.

Sus sacerdotes, llamados druidas, tenían, según la tradición, notables poderes mágicos: podían evocar las tormentas, hablar con los animales y transformar guerreros en árboles capaces de luchar y vencer al enemigo más aguerrido.

Buena parte de la literatura medieval bebió de esas antiguas leyendas druídicas que, juntamente con la doctrina cristiana dio origen a la saga del rey Arturo, los caballeros de la mesa redonda, el mago Merlín y el ciclo místico del Santo Grial. Este último, según la leyenda, es el cáliz en el que José de Arimatea habría recogido la sangre de Cristo cuando fue crucificado. Este vaso sagrado, transportado a las islas británicas, habría sido custodiado por los templarios, entre los que estaban Parsifal y Galaad.

Diversas leyendas narran desapariciones misteriosas, traslados, búsquedas y reencuentros del Grial; pero todas concuerdan en afirmar que el reencuentro y la contemplación del cáliz sagrado precisan una rectitud moral absoluta y una heroica firmeza contra las tentaciones: sólo el caballero que posee estas cualidades es digno del Grial y de la potencia vivificadora del propio Cristo.

Pero en cambio, el incauto que se aventure en la búsqueda sin poseer las cualidades adecuadas tendrá problemas, ya que para él sólo habrá terribles sufrimientos y sufrirá una condena eterna por su atrevimiento sacrílego.

Es evidente que los autores de la época pretendían describir con estas leyendas, de forma alegórica, el camino indispensable para convertirse en un «iniciado» en el verdadero saber.

Fue precisamente durante la Edad Media que la magia vivió su periodo más sufrido: en estos siglos, de hecho, la Iglesia empezó a perseguir a todos aquellos de quienes se sospechaba que se ocupaban de magia o de brujería.

Durante los siglos XII, XIII y XIV se llevó a cabo una verdadera caza de brujas. En aquellos siglos se multiplicaron los procesos por herejía contra los albigenses, los valdenses, los templarios y otros grupos que, a los ojos de la curia romana, se apartaban peligrosamente del dogma de las Sagradas Escrituras. En el siglo XV la Santa Inquisición, el instrumento de justicia de la Iglesia, se había convertido en un refinadísimo y temido mecanismo de control de los fieles. En este periodo de máximo terror, por muy poco encarcelaban y sometían a los presos a torturas tales que hacían confesar las atrocidades más insospechadas al desdichado que cayese en sus manos.

La hoguera era el epílogo del suplicio al que se condenaba a los hombres y mujeres de las más diversas condiciones sociales, acusados de herejía, brujería o de las dos cosas a la vez.

Dadas las circunstancias, no es demasiado absurdo pensar que tal situación favorecía sobremanera la falsa acusación y la tergiversación de cualquier acto que pudiera parecer a primera vista sospechoso de herejía.

La mujer que se resistía a las insinuaciones de alguien poderoso, un pariente a quien se quería usurpar la herencia, un enemigo personal o simplemente una persona cuyo carácter y hábitos cotidianos se apartasen un poco de lo corriente corrían el peligro de ser acusados en toda regla y ser condenados a muerte.

Un ejemplo que vale por todos es el de la Doncella de Orleans, Juana de Arco, que, acusada de herejía, fue quemada viva en la hoguera en el año 1431, únicamente por motivos políticos.

El Papa Inocencio VIII, más o menos hacia el año 1400, promulgó una bula en la que declaraba formalmente la guerra a la brujería.

Dos de entre los tristemente más famosos inquisidores, Kramer y Sprenger, fueron los autores de un texto, el Malleus maleficarum («Martillo de brujas»), usado indiferentemente por los católicos y protestantes como guía práctica en la caza a las brujas. En él se detallaban no sólo las conductas y apariencias bajo las que se ocultaba el culto demoníaco, sino que también se explicaban minuciosamente los procedimientos de interrogatorio y tortura a los que se debía someter a los acusados.

En el siglo siguiente apareció el Renacimiento y se desarrolló el interés por el mundo clásico. Se estudiaron los usos, la historia, la religión, la filosofía y, naturalmente, las prácticas mágicas más difundidas. En este periodo emergieron grandes figuras intelectuales que destacaron por su eclecticismo y que se interesaron vivamente por todas estas formas de espiritualidad tan poco convencionales en aquella época. Entre los italianos más ilustres de este periodo, deseo recordar aquí sólo a Pico della Mirandola, ilustre filósofo y humanista de prodigiosa memoria, que se ocupó, entre otras disciplinas, de la teología, intentando conciliar doctrinas de varias procedencias, y a Giordano Bruno, fraile dominicano, que en el año 1600 fue acusado de herejía y quemado en la hoguera a causa de su intento de difundir la teología de Copérnico y su profesada visión panteísta de la realidad.

Otro gran heterodoxo de aquella época fue Paracelso, un extraordinario médico y filósofo suizo que, además de dedicarse a la magia, contribuyó con sus estudios y sus observaciones al desarrollo de la medicina clínica y de la química farmacéutica. A su lado, recordamos a Cornelio Agrippa, cuya tradición popular le atribuyó, además de varias leyendas, la fama de mago muy sabio, particularmente hábil en la invocación de los difuntos.

Contra todos ellos, la amplia mano de la Iglesia consiguió organizar una represión tal que, en el siglo siguiente, los adeptos a la magia habían sido prácticamente diezmados.

Aunque al principio intentaron disimular su real interés haciéndose pasar por cabalistas o alquimistas, con el paso del tiempo se vieron obligados a crear sociedades secretas, como las confraternidades de los rosacruces o de los francmasones, para intentar que la tradición esotérica no se perdiera.
De la Ilustración a nuestros días

En el año 1700, la influencia de la Iglesia sobre la sociedad fue perdiendo gradualmente el poder que había detentado. Gracias a ello, las diversas logias masónicas y herméticas se difundieron rápidamente y volvieron a descubrirse muchos secretos que habían permanecido ocultos y olvidados desde hacía más de un siglo.

El sueco Emmanuel Swedenborg, filósofo y científico de gran renombre en su época, fundó un sistema teosófico de gran envergadura e incluso una verdadera iglesia, centrando su interés en el estudio de fenómenos parapsicológicos como la clarividencia y el viaje astral.

Una figura ilustre de este periodo fue también Franz Anton Mesmer, médico alemán, creador de la teoría del magnetismo animal, basada en la hipótesis de que cada organismo poseía un fluido magnético que podía ser transmitido a los demás que constituye el primer intento de interpretar de forma científica diversos fenómenos paranormales.

Entre el final del siglo XVIII y el principio del XIX, la tradición mágica se resintió mucho de la difusión de la mentalidad positivista y racionalista. De hecho, empezaron a aparecer círculos de estudiosos que intentaban interpretar los fenómenos mágicos desde un punto de vista científico. 

Además, no debemos olvidar que durante estos años, de forma paralela a la difusión de un pesante materialismo, aumentó notablemente la popularidad del espiritismo. Las sesiones espiritistas, cada vez más comunes, absorbieron buena parte de la atención de todos los que se interesaban en el mundo de lo oculto. Entre los ocultistas más grandes de la época, el puesto de honor pertenece a Eliphas Levi, abad católico francés que se ocupó de forma particular de la interpretación de la cábala y del estudio del tarot.

Mientras tanto, al final del siglo XIX se fundaba la Sociedad Teosófica de la médium rusa Elena Petrovna Blavatsky, que entre otras cosas tuvo el mérito de llevar a término uno de los primeros intentos modernos de síntesis entre el ocultismo occidental y las tradiciones orientales.

Unos años más tarde, en una época ya contemporánea, nació en Inglaterra otra importante sociedad secreta, la Golden Dawn, que se dedicaba a los estudios mágicos con una perspectiva más occidental, retomando la tradición de los rosacruces y utilizando, además de la cábala, la magia ceremonial egipcia. Los adeptos más ilustres de esta sociedad fueron el ya citado Aleister Crowley y Dion Fortune. Se dedicaron, en particular, a la reconstitución de los ritos más antiguos, clásicos y egipcios, y a la investigación de las correspondencias descubiertas a través de la comparación entre las varias formas de mitología; también intentaron sintetizar tales correspondencias a través de la cábala y, más concretamente, con el Árbol de la Vida, del que hablaré más extensamente en el capítulo «El simbolismo como medio de expresión».




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