ORACIÓN
Gloriosa santa Berta,
que fuiste fiel esposa y perfecta abadesa
y que movida por tu religiosidad profunda,
sentiste la necesidad de fundar monasterios
para la perfección religiosa de las mujeres.
Siempre mostraste la estricta caridad
Siempre mostraste la estricta caridad
para con todos tus súbditos,
sin consentir la explotación,
los malos tratos y los abusos,
de esta manera llegaste a ser necesaria,
conseguiste grandes logros,
mejorando la vida de quienes te rodearon,
y por la gran devoción que te tengo
solicito tu mediación ante Dios,
Padre y Señor Nuestro,
para que consigas de Él, por tu intercesión,
que mejore mi situación laboral.
Tu conoces bien todas las dificultades
Tu conoces bien todas las dificultades
a las que me enfrento a diario,
que me causan malestar y desasosiego,
y me hacen temer incluso perder
la estabilidad económica que disfruto.
No encuentro ayuda y compresión
No encuentro ayuda y compresión
en las tareas que realizo,
y mi situación se ha vuelto inestable.
¡Ayúdame santa mía!
¡Ayúdame santa mía!
procura que el ambiente sea más agradable,
con menos tensiones y discordias,
y donde se me valore como merezco.
Yo te prometo tratar con respeto
Yo te prometo tratar con respeto
a todos mis compañeros
y tratar de facilitar siempre
en la medida de mis posibilidades
la realización de nuestras obligaciones
para que así todos disfrutemos
de un lugar donde reine la cordialidad.
Amén.
Rezar tres Padrenuestros y un Gloria.
Repetir la oración y los rezos tres días seguidos.
Época de la Santa
En la Francia feudal, agitada por intrigas y guerras intestinas, y en el ambiente de rudeza de la época, vivió Santa Berta, condesa de Blangy, bienhechora de sus vasallos y ejemplo vivo de virtud.
Esta admirable mujer, padeció vejaciones sin cuento, y entre aquellos caballeros violentos y carentes de sensibilidad, supo dar testimonio de fortaleza, dominando sólo con la dulzura de su corazón a cuantos intentaron despojarla de sus derechos y hasta de su vida. Su historia es bella y trágica a la vez, como una novela de caballería.
En los siglos X y XI de nuestra era existía en Francia un sistema social y político, conocido con el nombre de "feudalismo". Cuando se derrumbó el Imperio Romano, y con él su estructura administrativa, reinó la fuerza bruta. Después se instauró un remedo de orden: los invasores, con el fin de poder mantenerse en los territorios conquistados, no tenían más remedio que aceptar determinada disciplina y respetar cierta jerarquía.
A consecuencia de la anarquía reinante, aun los propietarios romanos, para poder conservar sus tierras, tomaron la costumbre de acogerse al patrocinio de algún jefe más poderoso que los protegiera y al cual donaban las tierras, el jefe, a su vez, se las devolvía en calidad de "feudos".
Los feudos, con el tiempo, se hicieron hereditarios, y el hijo mayor del antiguo señor renovaba el juramento de fidelidad.
La base del régimen feudal era la subordinación de un individuo a otro por medio de contratos. La gente del pueblo tenía un contrato con su amo, quien a su vez estaba sometido al señor de quien era vasallo.
Los señores de una vasta comarca estaban ligados por contrato con su jefe único, superior a todos, designado con el título de rey o emperador.
Los señores gozaban de gran autonomía: mantenían sus propios soldados, cobraban impuestos, administraban justicia, y hasta, a veces, acuñaban moneda. Eran, a la vez, dictadores y patriarcas, explotadores y protectores, y el castillo en que moraban era fortaleza, prisión, almacén, escuela y tribunal.
Cerca del castillo, además de una capilla o iglesia, había un molino de trigo, una herrería y un horno para cocer el pan, a veces, también, una viña y una destilería rudimentaria.
Los señores feudales utilizaban para la labranza de su hacienda a dos clases de campesinos, a quienes llamaban "villanos", es decir, habitantes de las villas. El término "villano" carecía, pues, de todo significado despectivo: villano quería decir simplemente campesino.
La primera categoría de villanos la formaban los descendientes de antiguos esclavos, y trabajaban en las propiedades de sus amos, o bien en las parcelas que éstos les daban en explotación mediante alguna renta. Los llamaban "siervos" (del latín, servus, esclavo), y el señor podía perseguirlos si huían de sus dominios.
La segunda categoría de villanos la constituían los colonos de las antiguas tierras romanas que eran hombres libres; pero que, en la época turbulenta que siguió a las invasiones, habían puesto sus pequeñas haciendas bajo la protección de un terrateniente vecino a quien pagaban sobre poco más o menos la misma renta que los siervos.
La diferencia principal entre ambas categorías consistía en que el siervo estaba obligado a servir durante un tiempo fijado por el amo, en tanto que para el villano libre las tareas y obligaciones se estipulaban por contratos o por la fuerza de la costumbre hecha ley.
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