ORACION A SAN JUAN DE DIOS PARA ALIVIAR NECESIDADES, PENAS Y DOLORES

 

San Juan de Dios a todos extendía su ardorosa caridad: a los enfermos, a las viudas, a los huérfanos, a los pobres, a los ancianos, a los labradores arruinados por las cosechas, a las mujeres de mala vida, a los obreros sin trabajo, a los soldados que no recibían sus pagas, a los estudiantes que se encontraban en apuros, etc. Se podrían escribir páginas y páginas con un sabrosísimo anecdotario sobre la caridad de un alma de Dios tan grande.
 
ORACIÓN
 
¡Glorioso San Juan de Dios,
caritativo protector de los enfermos,
de los necesitados y desvalidos!

Mientras vivisteis en la tierra
no hubo quien se apartase
de vos desconsolado:
el pobre halló auxilio, amparo y refugio;
los afligidos consuelo y alegría;
confianza los desesperados
y alivio en sus penas y dolores
  todos los enfermos.

Si tan copiosos fueron
los frutos de vuestra caridad
estando aún en el mundo,
¿qué no podremos esperar de vos ahora
que vivís íntimamente unido a Dios en el Cielo?

 Animados con este pensamiento,
esperamos nos alcancéis del Señor
la gracia de…

(Hacer la petición)

si es para mayor gloria de Dios
y bien de nuestras almas.

Amén.

Rezar Padre Nuestro, Ave María y Gloria.
 
EL AMOR A LOS POBRES DE SAN JUAN DE DIOS

Era cuando Juan estaba maduro ya en la santidad y cuando se apellidaba «de Dios», cuando el amor de Dios y del prójimo se había apoderado totalmente de su ser.

Juan se pasó los últimos años de su vida en medio de los más pobres humanos. ¿Quién sino un loco por Dios hubiera soportado lo que él soportó?

Del breve pero interesante epistolario del santo entresacamos algunos párrafos que valen más que todas las descripciones que pudiéramos hacer del ambiente en que derrochaba amor Juan de Dios. Dice en una ocasión:

«En esta casa (en el hospital por el fundado) se reciben generalmente de todas enfermedades y suerte de gentes, así que aquí hay tullidos, mancos, leprosos, mudos, locos, perláticos, tiñosos y otros muy viejos y muy niños».
 
 Y en otra ocasión:

«Cada día se me crecen las necesidades y angustias y en demás ahora y de cada día mucho mas así de deudas como de pobres, que vienen muchos desnudos y descalzos y llagados y llenos de Piojos, que ha menester un hombre o dos que no hagan mas que escaldar piojos en una caldera hirviendo y este trabajo será de aquí adelante todo el invierno»

Ante estas y otras citas, que sólo de contarlas dan náuseas, se derretía el alma de Juan de Dios. Y no había privación, dolor, trabajo o humillación que Juan no aceptara contento para remediarlas.

San Juan de Dios fue un santo extraordinario. Comparable a San Francisco de Asís por su sencillez, pobreza y humildad y también por su encendido amor de Dios y del prójimo. Ninguno de los dos fue sacerdote. Y, sin embargo, uno y otro conmovieron profundamente a sus contemporáneos y fueron verdaderos padres de las almas.

Es lástima que no se pueda resumir la vida de nuestro santo en tan poco espacio. Merecería la pena, ya que es hondamente edificante. Sobre todo desde el período de su ruidosa conversión. Su vida fue una entrega heroica ininterrumpida a Dios y al prójimo.

Como muestra, queremos traer unas líneas de uno de los primeros biógrafos del santo en las que se nos describe uno de los últimos rasgos de caridad del santo. Dice así:

«Eran tantos los trabajos en que Juan de Dios se ocupaba por dar remedio a los de todos, así en las camillas y en las salidas que hacia, en que padecía muchas frialdades, como del trabajo ordinario de la ciudad, que se desvencijó (¡se hizo polvo diríamos en nuestra época), y de esta enfermedad, como el le hacía poco regalo, padecía gravísimos dolores, y disimulaba cuanto el podía, por no darlo a entender y dar pena a sus pobres, mas estaba ya tan flaco y debilitado y sin fuerzas, que no lo podía ya disimular y sucedió a esta sazón, que el río venía muy crecido aquel año por las grandes aguas que habla llovido, y le dijeron a Juan de Dios que el río con la corriente traía mucha leña y cepas.
 
Y el se determinó, con la gente sana que había en casa, de irla a sacar, porque el invierno era muy fuerte de nieves y fríos, para que los pobres hiciesen lumbre y se calentasen. De meterse en el río con tal tiempo, cobro tanta frialdad, sobre la enfermedad que tenía, que aquejándole mas gravemente el dolor que sufría, cayo muy malo, y la causa de meterse tanto en el río fue que, de la gente pobre que venía a sacar leña, un mozuelo entro incautamente en el río mas de lo que se podía, y la corriente lo arrebató y se lo llevaba, y Juan de Dios, por socorrerle, entro mucho, y al fin se ahogo, que no pudo asirle Y de esto cobró mucha pena, de manera que su enfermedad se iba agravando cada día mas»

Juan de Dios siguió «desvencijado», como dice su biógrafo, pero infatigable en sus extremadas penitencias y en sus trabajos por los pobres y enfermos. Hasta que le tocó caer en la brecha.

Fue el 8 de marzo de 1550. Tenía Cincuenta y Cinco años.

Presintiendo la hora de su muerte, ya en su última enfermedad, pidió que le trajeran el Santísimo. Antes se había confesado con gran fervor. Comulgar no pudo, por no resistir su estomago ningún alimento.
 
Habiendo llamado a Antón Martín, a quien tiempo atrás había convertido y hecho su colaborador más fiel, le recomendó que atendiera en lo sucesivo a sus pobres y enfermos. Y viendo que se moría, se levantó de la cama, se puso de rodillas y, abrazando un crucifijo, dijo:
 
"Jesús, Jesús, en tus manos me encomiendo».
 
Momentos después, entregaba su alma a Dios, quedando su cadáver de rodillas, con suma admiración de todos los que estaban presentes a su muerte.

Su entierro fue uno de los más solemnes que jamás conociera la ciudad de Granada. El que doce años antes había sido corrido por las calles como loco, era proclamado por todos unánimemente como santo. Pero era igual. ¿No había sido realmente loco, loco por el amor de Dios?

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