VIRGEN DE MONSALUD, ORACIÓN PARA RECUPERAR LA SALUD Y LAS FUERZAS


ORACIÓN

 ¡Santísima Virgen de Monsalud
Madre de Dios y Madre mía!
 
Yo no soy digno de pronunciar tu nombre;
pero tú que deseas y quieres mi salvación,
me has de otorgar, aunque mi lengua no es pura,
que pueda llamar en mi socorro
tu santo y poderoso nombre,
que es ayuda en la vida y salvación al morir.



¡Dulce Madre de Monsalud!
haz que tu nombre, de hoy en adelante,
sea la respiración de mi vida.
 
No tardes, Señora, en auxiliarme
cada vez que te llame.
Pues en cada tentación que me combata,
y en cualquier necesidad que experimente,
quiero llamarte sin cesar, ¡Monsalud!

Así espero hacerlo en la vida,
y así, sobre todo, en la última hora,
para alabar, siempre en el cielo
tu nombre amado:
“¡Oh clementísima, oh piadosa,
oh dulce Virgen María!”

Doy gracias a nuestro Señor y Dios,
que nos ha dado para nuestro bien,
este nombre tan dulce, tan amable y poderoso,
que devuelve la salud al enfermo, 
solo con nombrarte Madre mía. 

Amada Virgen de Monsalud
y amado Niño Jesús mío,
que vivan siempre en mi corazón
y en el de todos,
vuestros nombres salvadores.
 
Que se olvide mi mente
de cualquier otro nombre,
para acordarme sólo y siempre,
de invocar vuestros nombres adorados.
Devuélvenos la salud y las fuerzas,
amada Madre mía
e intercede por nosotros
ante Dios Nuestro Señor.
 
Amén


LEYENDA DE LA VIRGEN DE MONSALUD

 

Triste y desconsolada se halla la reina Clotilde, hermosa hija del valiente Clodoveo y virtuosa hermana de cuatro reyes francos, la esposa del monarca visigodo Amalarico.

Encerrada por este en la fortaleza de Zorita, en las riberas del rio Tajo, asomada a una de las altas ventanas de la torre, lanzaba sin cesar amargos suspiros, y al dirigir sus melancólicas miradas por la campiña envidiaba la libertad que goza el pobre pastor que guía por ella sus rebaños.

¡Que diferentes fueron los primeros días de su unión con el rey visigodo!

Colmada de honores y distinciones y recibiendo magníficos regalos de su enamorado esposo, era obsequiada con frecuentes fiestas que en su honor celebraban los señores godos, y su vida se pasaba tranquila y placentera.

 

Alguna vez, es verdad, que al considerar que era diferente de la suya la religión que profesaba Amalarico, se turbaba su felicidad, pero su piedad ardiente la hacía esperar que como su buena madre convirtió al noble Clodoveo, también ella podría prometerse alejar a su esposo de los errores del arrianismo.

Por desgracia se equivocó, y a aquellos días llenos de dicha y de ventura sucedieron bien pronto otros de dolor y lágrimas.

Amalarico era de un carácter enérgico e inflexible; cuanto su pensamiento ideaba se cumplía, y punto, ¡pobre del que se atreviera a resistirle!

Pasados los primeros días de su matrimonio en alegres zambras, en amorosas caricias, no se paró a pensar un momento siquiera en la religión de su esposa.

Clotilde, sin embargo, en medio de tantos placeres jamás olvidaba sus deberes de cristiana. Varias veces había intentado hablar a su esposo de la dulzura que experimenta una alma verdaderamente fiel a las máximas de nuestra religión, y las sabias reglas que le impone la iglesia, pero comprendiendo que esto le disgustaba dejaba para otra ocasión mas oportuna empezar la difícil obra de la conversión de Amalarico.

Pero un día, al ir a estrechar a este entre sus brazos, le oyó con sorpresa quejarse de que no abandonara sus doctrinas y siguiese las suyas.

—¡Oh, nunca, nunca! exclamó la reina asustada solo al considerar que pudiera apartarse de la senda única verdadera, para alcanzar las gracias del cielo.

—¿Nunca? le preguntó con ironía el rey visigodo.

—!Jamás! contestó con firmeza e indignada de que la creyera capaz de abandonar su amada religión. Y retirándose a su estancia sin querer oír los falaces argumentos que Amalarico le ponía para hacerle abrazar sus doctrinas, dejó a su esposo irritado por encontrar tanta fuerza de convicción donde esperaba hallar solo debilidad y condescendencia.

Tan desagradable escena, alarmando los sentimientos católicos de la hermosa Clotilde, la hizo prepararse para otras que no dudaba habían de tener lugar muy pronto, pues conocía el carácter de su esposo.

Sola y llorando en su aposento, se postró humildemente en tierra dirigiéndole de este modo sus súplicas a la Virgen Santísima, que es siempre Madre amorosa que envía dulce consuelo a sus verdaderos hijos.

—No permitáis, ¡oh Virgen mía! que ceda a los deseos de mi esposo. Dadme valor suficiente para saber siempre resistirle. Con vuestra protección cuento, poderosa Emperatriz de cielos y tierra. Vos, Señora sabréis mantener mi fe y me daréis fuerzas, si es necesario, para combatir con las perniciosas doctrinas de mi esposo

¡Madre mía, Virgen Santa, amparadme, defendedme!

El corazón de la mujer pocas veces se engaña en sus presentimientos.

Clotilde pedía fervorosa a la Virgen su protección divina, su poderoso auxilio, porque adivinaba ya que iba a empezar una lucha horrible, y tal vez sangrienta, entre ella y su esposo por causa de la diferencia de religión.

Era débil, estaba lejos de su patria, lejos de los suyos para que pudieran socorrerla en caso de necesidad, y sola, aislada, en medio de aquellos cortesanos tan herejes como Amalarico temió los designios de estos para atraerla a sus errores.

No se equivocaba la piadosa reina.

En la primera entrevista que volvió a tener con su esposo, ya no amable y bondadoso, sino grave y hasta con amenazas, la instó de nuevo dejara el culto de sus mayores y profesase el arrianismo.

—Amenazadme cuanto queráis,—le respondió la hija de Clodoveo;—ni vuestros ruegos, ni vuestras amenazas harán mella en mi corazón que con el auxilio de la Reina de los cielos será bastante fuerte para oponerse vuestros intentos.

—Dejaos Clotilde de necias palabras y de vanos alardes, de un valor que bien sabéis que es inútil para resistirme, — le dijo el monarca arriano.—Pensad bien en lo que hacéis, y tratad,—añadió severo, —de no experimentar mis rigores.

—No os temo,—dijo Clotilde, e inútiles serán también vuestros castigos, si es que os atrevéis con la que no ignoráis es hermana de cuatro reyes francos.

Me amenazáis vos ahora? —le preguntó Amalarico con sardónica sonrisa. Pronto veréis cuánto delira vuestra imaginación al pensar en contrarrestar mi voluntad con irrespetuosas bravatas.

—Haced lo que queráis de mi, no os temo;—repitió con firmeza Clotilde.

Algunos días después de aquel en que la bella esposa de Amalarico se opusiera con tal energía y valor a los designios del monarca visigodo, la mandaba encerrar este en el fuerte de Zorita.

Otra vez el irritado esposo había vuelto a amenazarle con crueles tormentos si no abandonaba sus creencias, y furioso de no lograr su apostasía, celoso además de un noble mayordomo de palacio, la hizo conducir desde Zaragoza a la citada fortaleza a orillas del rio Tajo.

Estaba Amalarico celoso de su esposa, y es gracias a varios cronistas que apuntan en sus historias respecto a unos amores de cierto noble cortesano con su reina y señora, que no merecen dar crédito de ningún modo conociendo la gran virtud de Clotilde.

Cuentan, pues, esos cronistas, que no pudiendo callar la pasión que sentía en su corazón por la reina que era hermosa y bella, se atrevió un noble visigodo a declararle su amor, siendo desechados sus galanteos por Clotilde, que por haberse mostrado clemente con aquel importuno, se volvió a ver molestada varias veces por los livianos deseos del mismo.

No pudiendo tolerar ya por mas tiempo la reina que aquel indigno cortesano la persiguiera continuamente con sus torpes galanteos, le amenazó con suplicar a su esposo que le librase de la insensata pasión, dándole a conocer la infame conducta de su vasallo.

Este, que vicioso y criminal juzgaba por su villano corazón a los de las demás personas, temiendo que la reina diese cuenta a Amalarico de lo que sucedía para huir de su castigo, ideó un plan perverso, haciéndole concebir sospechas a su señor de la virtud de su buena esposa.

Ya incomodado el rey visigodo de la firmeza del carácter de Clotilde, encontró en sus injustificados celos ocasión oportuna para atormentarla.

A pesar de tan malos tratos, a pesar de su triste reclusión en Zorita, la reina nunca cedía a las sugestiones de su esposo.

Su dolor era grande, porque grande habla sido también la ofensa que la hiciera Amalarico, poniendo su mano sobre su frente, hiriéndola, y brotaba aun sangre que enjugaba la hermosa hija de Clodoveo con su blanco velo.

¡Madre mía! decía fijando sus hermosos ojos en el firmamento, como si a través de las nubes quisiera distinguir a la poderosa Señora de los cielos. ¡Vos que cariñosa atendéis siempre a las plegarias que os dirige un corazón cristiano, doleos de mi suerte, compadeceos de mi cruel situación! Sola, sola con mis pesares en este apartado castillo, lejos de mis queridos hermanos, lejos de mi amada madre, sin que una voz amiga venga a aliviar mis penas, sufriendo sin cesar los ultrajes de un indigno esposo, ¿a quién he de demandar consuelo sino a vos, cariñosa Madre, de todos los que con fe esperan las dulces promesas de vuestro divino Hijo?

¡Virgen María: Oíd mi triste voz, protegedme en medio de tanta aflicción, de tanto desconsuelo!.

La Virgen oyó las súplicas de la desgraciada reina.

Cuando ésta volvió a extender sus miradas por el llano, al pie de la torre donde gemía prisionera, distinguió un apuesto mancebo que le hacia señas para que le escuchase.

—¡Salud, noble princesa! oyó que le decía una voz que siempre había sonado grata a sus oídos.

 
—¿Quién sois? le preguntó la esposa de Amalarico.

—¡Pronto os olvidáis de las personas que os aman!

—¡Cómo! ¿sois vos? ¿sois mi amada Hildeberta?

—La misma, que disfrazada con este traje de hombre he logrado llegar hasta estos sitios.

—El Señor te envía, noble Hildeberta; exclamó la reina despojándose de su velo teñido en sangre. Marcha, marcha a Francia, diles a mis queridos hermanos cuánto padece aquí su reina, y para que tus palabras sean creídas llévales mi blanco velo manchado con la sangre que mi esposo ha hecho brotar de mis sienes.

—Servida seréis, señora, dijo su antigua amiga Hildeberta; estas blancas tocas, añadió, servirán de bandera a los vengadores de tan vil ultraje, de tamaña ofensa.

—¡Adiós, y que la Virgen bondadosa te salve de todo peligro hasta que vuelvas a nuestra amada patria! la dijo la desventurada reina.

—Ella, contestó Hildeberta, os guarde en tanto cumplo mi misión.

Varios sirvientes habían visto hablar a la reina con Hildeberta, por su disfraz la tomaron por algún noble que la galanteaba, y habiendo dado aviso a su señor, furioso mandó buscar a Hildeberta mientras él entraba en la estancia de su esposa.

—¡Miserable! exclamó lleno de ira. ¡Que venga ese traidor a salvarte! y agarrándola con violencia del brazo la entregó a los que le habían acompañado, disponiendo que la llevasen a las montañas de la Alcarria, dejándola allí abandonada en medio de aquellas soledades para que fuera pasto de las fieras que habitaban en gran número por los bosques vecinos.

Ordenó también el rey godo que se le formase a su esposa un proceso, en el que sirviendo de testigos contra la infeliz reina algunos de sus miserables vasallos, Clotilde fue condenada a muerte como adúltera.

Este proceso fue luego enviado por el rey Amalarico a los hermanos de Clotilde.

Atada ésta a un árbol, quedó sola en el monte mas pesarosa de que se la creyera culpable de crímenes que no había pensado siquiera en ellos, que del terrible castigo que se la imponía.

Aguardando a que los osos y otras feroces alimañas que se habitaban en las montañas llegasen hasta ella y la devorasen, la pobre reina se preparaba a la muerte, dirigiendo humildes súplicas a la Virgen.

Esta, que nunca abandona ni desampara a sus fieles hijos, hizo que muchas fieras que se acercaron a Clotilde la respetaran, lamiendo y acariciando sus pies, y rompiendo con sus dientes las ligaduras con las que la habían atado al árbol.

La misma Virgen se le apareció, y consolándola la dijo:

—«No te aflijas, valerosa cristiana; mi divino Hijo vela por ti, y pronto tu inocencia y tu virtud se verán recompensadas, siendo castigados también los impíos y malvados.»

 
«Desnuda te ha dejado el cruel Amalarico expuesta a la voracidad de esas fieras, que amansadas por mi ahora, te acarician y pronto te traerán pieles con que puedas vestirte y abrigarte.

«Hasta que venga a castigar a tu infame esposo tu noble hermano Childeberto, aquí seguirás habitando estas montañas, en las que deseo se edifique en Honor de Jesucristo, mi Hijo, y en el mío, un templo que haga memoria de esta visita que has merecido por tu inquebrantable fe y acrisolada piedad.

«En él oiré siempre con agrado las plegarias y súplicas de los fieles, y en él también por mi intercesión obrará la virtud del Eterno mil y mil asombrosos milagros.

«Como a ti te han respetado esas fieras alimañas, el que llegue hasta el altar donde se venere mi imagen y pida con fe le será devuelta la salud si ha sido mordido o dañado por alguna rabiosa, yo le sanaré y le libraré de todo peligro.
Pasado el tiempo, la viuda de Amalarico, aunque salió de España para volver con su hermano Childeberto a las Galias donde con gran ansiedad la esperaba su anciana madre, la que fue noble esposa del ilustre Clodoveo, no pudo tornar a su patria, pues habiendo sido grandes sus trabajos y muchos sus sufrimientos cuando ya habían llegado hasta la vertiente de los Pirineos, entregó su alma a Dios, voló esta al cielo, donde cariñosa le aguardaba la amorosa Madre del divino Salvador.

El templo que en su honor antes de su muerte mandara edificar Clotilde en las asperezas de los montes de la Alcarria, fue desde los primeros días de su fundación uno de los mas venerados de la Península.

La imagen que enviaron de las Galias los dos reyes francos, era toda de piedra y pesaba muy cerca de sesenta arrobas.

Pronto se divulgaron por aquella comarca los prodigios que se obraban en el nuevo templo de Nuestra Señora, y la devoción de los fieles iba creciendo de una manera rápida y asombrosa, de tal modo, que cuando Recaredo acabó para siempre con el arrianismo en la Península, este católico monarca y sus piadosos sucesores los reyes Recesvinto, Wamba y Ervigio, fueron desde la ciudad de Toledo donde tenían su corte a visitar el santuario de la Virgen de Monsalud, conocida con este título en toda España, por las milagrosas curas que se verificaban sobre el monte donde en otro tiempo habitara la infeliz reina Clotilde.

Cada día adquiría mayor fama y esplendor el templo fundado por la hermosa hija de Clodoveo.

Cada día era mayor el número de devotos que venían a él a adorar a la Santísima Virgen y a implorar sus divinas mercedes.

Nuestra Señora de Monsalud era y es invocada por los cristianos en todas sus necesidades, en todos sus peligros.


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