SANTA LUCIA, ORACIÓN A LA SANTA PROTECTORA DE LOS OJOS Y LA VISTA


Oh bienaventurada y amable
virgen Santa Lucía,
universalmente reconocida
por el pueblo cristiano
como especial y poderosa
abogada de la vista.

Llenos de confianza a ti acudimos
pidiéndote la gracia
de que la nuestra vista se mantenga sana
y que el uso que hagamos de nuestros ojos
sea siempre para bien de nuestra alma,
sin que turben jamás nuestra mente,
objetos o espectáculos peligrosos,
y que todo lo sagrado o religioso
que ellos vean se convierta en
saludable y valioso motivo
de amar cada día más
a nuestro Creador y Redentor Jesucristo,
a quien, por tu intercesión,
oh protectora nuestra,
esperamos ver y amar eternamente
en la Patria celestial.

Amén. 

Rezar Padrenuestro, Avemaría y Gloria. 

Hacer con gran fe la oración y los rezos 
durante tres días seguidos. 

 

MILAGROS DE SANTA LUCÍA

La gloriosa virgen y mártir santa Lucía nació de ilustres y ricos padres en la ciudad de Zaragoza de Sicilia. Fue desde niña cristiana y muy inclinada a todas cosas de virtud y piedad, especialmente a conservar la pureza de su ánima y ofrecer a Dios la flor de su virginidad.
 
Muerto su padre, la madre, que se llamaba Euticia, contra la voluntad de la santa doncella, la concertó para casar con un caballero mozo y principal, aunque pagano; y ella lo iba dilatando y buscando ocasión para que no tuviese efecto.
 
Se la ofreció nuestro Señor muy a propósito con una larga y molesta enfermedad que dio a Euticia, su madre, de un flujo de sangre que le duró cuatro años, sin hallar en los médicos y medicinas algún remedio.
 
Se difundía entonces por toda Sicilia la fama de la bienaventurada santa Águeda, que en tiempo del emperador Decio había sido martirizada por Cristo en la ciudad de Catania, no muy distante de la ciudad de Zaragoza.
 
Hacía Dios grandes milagros en el sepulcro de santa Águeda, y concurrían de todas partes a él para alcanzar salud y otros beneficios del Señor por su intercesión.
 
Aconsejó santa Lucía a su madre que se fuesen a Catania a visitar el cuerpo de santa Águeda, porque sin duda hallaría remedios divinos para su enfermedad, ya que todos los humanos habían sido vanos y sin provecho. Fueron a Catania en su romería. Acudieron a la iglesia de Santa Águeda, se postraron en su sepulcro, e hicieron larga y devota oración, suplicando y llorando a la santa virgen para que socorriese a Euticia en aquella necesidad.
 
Estando en oración le vino un dulce sueño a santa Lucía y en él le aparecía santa Águeda resplandeciente y ricamente vestida, y acompañada de gran número de ángeles, y con rostro alegre y sereno le dijo:
 
«Hermana Lucía y virgen a Dios consagrada, ¿para qué me pides lo que tú tan fácilmente puedes dar a tu madre, a quien ya tu fe ha socorrido y dado salud?
 
Así como la ciudad de Catania ha sido ilustrada por mí, así la ciudad de Zaragoza será ennoblecida y ensalzada por ti; porque por tu limpieza y castidad has aparejado digna morada al Señor y eres templo del Espíritu Santo.»
 
A estas palabras despertó santa Lucía, y con gran regocijo dijo a su madre:
 
«Madre mía, ya estáis sana»
 
Y así fue; y la madre y la hija dieron por ello gracias a Dios y a la gloriosa santa Águeda, por cuya intercesión el Señor había sanado a Euticia.
 
Volvieron las dos a Zaragoza, y la santa hija rogó a su madre que no le hablara de esposo ni marido carnal, y que la dote que le había de dar casándola con hombre mortal y terreno se le diese para emplearla en servicio del Esposo celestial o inmortal que ella había escogido.
 
No quería Euticia despojarse de su hacienda y darla en vida, y rogaba a su hija que aguardase un poco a que ella cerrase los ojos, y después de su muerte hiciese de todo a su voluntad. Pero la santa doncella le dijo que no son tan agradables a Dios las limosnas que se hacen después de la muerte, como las que se hacen en vida, porque en la muerte se deja lo que no se puede llevar, y en la vida se da lo que se puede gozar; y que el que va de noche ha de llevar la antorcha delante para que le alumbre y vea el camino por donde va.
 
Y tanto supo decir santa Lucía a su madre, que la persuadió a que le entregase su dote; y ella la comenzó a vender y a distribuirla entre los pobres.
 
Supo esto el caballero con quien la madre la tenía concertado matrimonio, y aunque al principio por lo que le dijeron creyó que el vender las joyas y otras cosas de poco precio era para comprar una heredad muy rica y fructuosa; pero después que entendió la verdad y que toda la hacienda se repartía a los pobres, y que santa Lucía era cristiana, generó gran odio contra ella, y la acusó delante del prefecto, llamado Pascasio, de ser maga y sacrílega, y enemiga de los dioses del imperio romano. Este la mandó llamar, y teniéndola en su presencia con buenas palabras procuró persuadirle que dejase la vana superstición de los cristianos y sacrificase a los dioses. Pero la santa no hizo caso a estas razones.
 
Es más, con gran ánimo y libertad le respondió que el verdadero sacrificio y agradable a Dios era visitar a las viudas, huérfanas y personas miserables, y consolarlas en sus tribulaciones, y que ella se había ocupado tres años en este sacrificio, repartiendo a los pobres lo que tenía, y que ya no le quedaba que dar sino su persona, la cual, deseaba ofrecer a Dios en perpetuo, sacrificio. Y como Pascasio le dijese que aquéllos eran sueños y desvaríos de cristianos, y palabras vanas que no se le habían de decir a él, que guardaba la religión antigua y los mandatos de los emperadores; santa Lucía con maravillosa constancia le respondió:
 
«Tú guardas las leyes de tus príncipes, o yo las de mi Dios. Tú temes a los emperadores de la tierra, y yo al del cielo. Tú no quieres ofender a un hombre mortal, o yo no quiero ofender al Rey inmortal. Tú deseas agradar a tu señor, y yo a mi Creador. Tú haces lo que piensas que está bien, y yo hago lo que juzgo que me conviene. No te canses, ni pienses que me podrás con tus razones apartar del amor de mi Señor Jesucristo.»
 
Se embraveció el prefecto, y convirtiendo aquella primera amistosa entrevista en enojos y braveza, dijo malas palabras a la santa doncella, tratándola como a mujer liviana, y que había gastado su patrimonio en mal vivir.
 
Aquí santa Lucía le dijo:
 
«Yo he puesto mi patrimonio en lugar seguro, y he aborrecido siempre a los que corrompen las almas, que sois vosotros; pues nos persuadís que dejemos a nuestro Creador y verdadero esposo Jesucristo, y adulteremos con las criaturas, adorándolas y teniéndolas por verdaderos dioses. También he huido de la conversación de los que corrompen los cuerpos, los cuales se abrazan con los deleites de la carne, y encarnizados en ella y aprisionados y cautivos de sus pasiones torpes, anteponen el gusto suyo y breve a los gozos limpios y eternos.»
 
«Muchas palabras son ésas (dice Pascasio); y llegando los azotes, cesarán.»
 
Le echan mano para llevarla; pero (¡oh virtud de Dios!) la hizo el Señor tan inmoble, que ninguna fuerza de hombres, ni  yuntas de bueyes que trajeron fue poderosa para moverla del lugar donde estaba.
 
Atribuyó el prefecto la virtud divina a artes del demonio, y creyó que santa Lucía, como hechicera y maga, se defendía de su poder; pues siendo mujer y flaca, resistía a tantos hombres valientes y robustos que con todas sus fuerzas la querían mover y no podían. Mandó llamar a sus encantadores y nigrománticos para que después deshiciesen aquellos hechizos, y ellos hicieron su oficio, y usaron de todas sus artes diabólicas; pero en vano.
 
Quedó Pascasio pasmado y como fuera de sí, y daba bramidos como un león, viéndose vencido por una delicada doncella. Y la santa virgen, volviéndose á él, le dijo:
 
«¿Por qué te congojas y te atormentas? Si conoces que soy templo de Dios, cree, y si aun no estás cierto de ello, haz otras pruebas hasta que lo conozcas. No son hechizos ni es demonio el que me hace inmovible, sino el Espíritu de Dios, que por estar aposentado en mi alma puede hacerme de tantas fuerzas, que todo el mundo no baste a moverme de donde estoy.»
 
Mandó el juez poner mucha leña, resina y aceite al rededor de la santa, y encenderlo todo para quemarla. Mas ella, como si estuviera en algún jardín muy agradable y ameno, estuvo segura, sin quemarse, y dijo al juez:
 
«Yo he rogado a mi Señor Jesucristo que este fuego no me dañe, y que dilate mi martirio para que los fieles sean firmes en su fe, y no teman sus tormentos, y los infieles se confundan viendo lo poco que pueden contra los siervos del Altísimo.»
 
Mandó el juez que la atravesaran con una espada el cuello; y estando la bienaventurada virgen herida de muerte, oró todo el tiempo que quiso, y habló cuanto quiso a los cristianos que estaban presentes, diciéndoles que se consolasen, porque pronto la Iglesia tendría paz y los emperadores que le hacían guerra dejarían el mando y señorío. Y que así como la ciudad de Catania tenía a santa Águeda, su hermana, por patrona, así ella lo sería de la ciudad de Zaragoza si se convirtiese a la fe de Cristo.
 
Y para que se vea el castigo que Dios, como justo juez, da a los malos y perversos jueces, estando santa Lucía cercada de fuego, y herida y derramando su preciosa sangre, y con admirable suavidad y divina constancia animando y consolando a los cristianos, en aquel mismo tiempo detuvieron a Pascasio los sicilianos, y le cargaron de cadenas por ladrón y destruidor de toda aquella provincia, y le pasaron delante los ojos de la santa virgen; y acusado en Roma, fue condenado a muerte.
 
Luego santa Lucía, después de haber recibido el sagrado cuerpo del Señor de mano de los sacerdotes, que secretamente se lo trajeron, dio su bendita alma a Dios.
 
Su cuerpo fue sepultado en la misma ciudad de Zaragoza, donde hoy día tiene dos templos: uno muy suntuoso fuera de la ciudad en el lugar de su martirio, y otro dentro de ella. Estuvo su sagrado cuerpo muchos años en Zaragoza, y Dios, nuestro Señor, hizo grandes milagros por su intercesión a los fieles que se encomendaban a ella.
 
De allí fue llevado a Constantinopla, y después, pasando el tiempo, fue trasladado a Venecia, donde es venerado con mucha fe.
 
El martirio de santa Lucía fue el 13 de diciembre (en que la Iglesia celebra su fiesta), al fin del imperio de Diocleciano y Maximiano, los cuales (como la misma santa lo profetizó) se privaron voluntariamente del mando y señorío que tenían, y después por justo juicio de Dios murieron desastradamente.
 
Tienemos a esta preciosa virgen por abogada de la vista, y comúnmente la pintan con sus ojos en un plato que tiene en sus manos. La causa de pintarse así, su historia no lo dice, ni tampoco que se haya sacado los ojos por librarse de un hombre lascivo que la perseguía, como algunos escriben. Pero cada día se experimentan nuevas gracias y favores que hace el Señor a los que tienen mal de ojos, si con devoción se encomiendan a santa Lucía.
 
Y así debemos todos tenerla gran devoción, no solamente para que nos guarde por medio de sus oraciones la vista corporal, sino mucho más para que alcancemos la espiritual y eterna.


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