ANTIGUA ORACIÓN DE LA SANTA CRUZ PARA PROTECCIÓN DE ENEMIGOS Y MALES


ORACIÓN

¡Oh Santa Cruz! Madero Hermoso
en donde murió mi Señor
para darme eterna luz
y librarme del contrario,
ante ti me humillo y reverente
imploro a mi Señor Jesucristo
que por los padecimientos que sobre ti recibió
en su Santísima Pasión
me conceda los bienes espirituales
y corporales que me convengan.



Elevada ante el mundo,
eres faro luminoso
que congregas a tu al rededor
a la cristiana grey
para entonar cantos de Gloria al Cristo Rey,
al Dios Hombre
que siendo dueño de todo lo creado,
permitió ser crucificado sobre Ti
para la redención del genero humano.

Oh Santa Cruz de Jesucristo,
derrama en mi alma el bien,
oh Santa Cruz de Jesucristo,
aleja de mi todo mal,
oh Santa Cruz de Jesucristo,
hazme entrar en el camino de la salvación,
oh Santa Cruz de Jesucristo,
presérvame de todos los accidentes,
temporales y corporales
para que pueda adorarte siempre,
así como a Jesús Nazareno
a quién imploro para que tenga piedad de mí

Haz que el espíritu maligno visible
o invisible huya de mi
por todos los siglos de los siglos.
 
Amén.
 
DESCENDIMIENTO DE LA CRUZ

Muy adelantada ya la tarde de aquel tremendo y luctuoso día de la muerte de Cristo, José de Arimatea y Nicomedo, varones principales de Judea y discípulos del Señor, solicitaron de Pilato permiso para bajar el Santo Cuerpo de la cruz y entregárselo a su angustiadísima Madre, que, a pocos pasos, contemplaba a su amantísimo Hijo.

Otorgada la licencia, compró José de Arimatea una sábana nueva y limpia, y Nicodemo llevó al Calvario una confección de mirra y aloes, como de cien libras para ungir el cuerpo de Jesús.

José y Nicodemo desclavaron y bajaron de la cruz aquel santo cadáver, depositándolo en el regazo de la Virgen, que lo estrechó amorosamente contra su seno.

¿Qué lengua humana será capaz de expresar el dolor de María Santísima cuando recibió en sus brazos aquel cuerpo sin vida, alegría de su alma en la juventud, y regocijo de los cielos en la eternidad?


Tenía Nuestro Señor la frente taladrada por las espinas de la corona; los ojos sangrientos y amoratados; la boca entreabierta, por donde había salido el último suspiro; el rostro escupido y acardenalado; el costado abierto por lanzada cruel y traidora; las manos y los pies llagados por penetrantes clavos; el corazón partido por el infame hierro de Longinos; y todo el cadáver de Jesucristo blanqueaba con la blancura de la nitidez del mármol de Carrara, al modo de aquel Crucifijo de Benvenuto Cellini que, en el Oratorio del trascoro del Escorial, es hoy encanto del arte escultórico y piadosa admiración del mundo cristiano.

Y como María amaba, no sólo como Madre, sino como madre del Hombre-Dios, su dolor fue, en aquel momento, la suma inenarrable de los dolores de todas las mujeres madres en presencia de sus hijos muertos, cuyo sentimiento nadie puede sentir ni expresar con palabras.

Debió, sin embargo, la infeliz Virgen María hallar fuerzas sobrehumanas y verdaderamente milagrosas, para separarse, aunque por breves horas, del cuerpo adorado de su Hijo, porque se acercaba la noche, y había de ser enterrado antes que comenzara la solemnidad de la Pascua, según la ley y el ritual de los judíos.

Muchas y muy notables pinturas se han hecho del suceso del Descendimiento de la Cruz, aunque, en uuestro juicio, ninguna como la del alemán Van der Weyden, que guarda el Museo de Madrid.

Esta interesante tabla, de la cual se han sacado centenares de copias, fue pintada para la capilla de Nuestra Señora de las Victorias, de la iglesia de San Pedro de Lovaina, y la Reina viuda Doña María de Hungría, Gobernadora de los Países Bajos, la adquirió del gremio de los ballesteros de aquella ciudad, al cual pertenecía, y la mandó a Felipe II.

 

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